Desde los primeros años del siglo XVIII las menciones, que tratan los vampiros, se encuentran en las tradiciones más populares, hasta en las publicaciones periodísticas y eruditas, que recorrían el continente europeo. Nos podíamos encontrar con descripciones muy completas y con análisis de casos, de manera más específica, siendo el más conocido el de un hajduk serbio, que era conocido como Arnold Paole, que provoco una gran preocupación entre las autoridades del Imperio austrohúngaro, hasta llegar a provocar que se llevaran a cabo distintas investigaciones, que fueron llevadas a cabo por médicos militares de Austria, donde se incluyeron la exhumación y el examen de aquellos cadáveres, que podían estar bajo sospecha. Gracias a la obra Visum et Repertum (1732) firmado por el médico Johannes Flückinger, se hizo popular el término latino de vampirus que, hasta ese momento, no se usaba. En esos años, tuvo lugar la difusión, la citación y la reproducción de muchos tratados, lo que hizo que se propagara la creencia de la existencia de los vampiros, entre el circulo más culto de todo el continente europeo. En aquella época no se conocía mucho sobre como se descomponían los cadáveres, lo que provocó muchos errores en estos informes médicos y provocaron la idea que tenemos sobre el mito del vampiro. Durante el Siglo de las Luces, se empezó a difundir el éxito de la razón y se empezó a desprestigiar a las populares supersticiones, por lo que se intentó desvirtuar las múltiples leyendas sobre los vampiros. En 1946, se publica la obra del monje benedictino Dom Augustin Calmet, donde se buscaba desacreditar la idea del vampiro, basándose en las ideas cristianas. Otra obra, Dissertatione sopra i vampiri (1774), del arzobispo de Florencia Guiseppe Davanzati, que buscaba ir en contra del mito de los vampiros, se logró lo contrario: la gente creía, cada vez más, en el mito.
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